La venganza — LIUDMILA PETRUCHÉVSKAIA

Otras Poéticas
6 min readNov 2, 2021

Érase una vez una mujer que odiaba a su vecina, una madre soltera con una hija. Por eso, cuando la niña creció y empezó a gatear, la mujer dejaba en el piso, como si fuera casualidad, a veces una olla de agua hirviendo, a veces un bote de sosa cáustica o de plano aventaba cajas de agujas por todo el corredor. La pobre madre no sospechaba nada porque la niña todavía no caminaba y ella no la dejaba gatear por el pasillo porque era invierno. Pero llegaría el momento en que la niña podría salir del cuarto hacia el corredor. La madre alertaba a la vecina de que justo en la pasadera había un bote o decía: “Raiétchka, otra vez dejaste caer las agujas” y la vecina se lamentaba por su pésima memoria.

En el pasado ellas habían sido amigas, y pues sí, dos mujeres solteras en un departamento de dos cuartos, tenían mucho en común, incluso amigos en común y en sus cumpleaños se visitaban una a la otra y se llevaban regalos. Además de eso, se contaban todo, pero cuando la panza de Zina empezó a crecer, Raia empezó a odiarla al punto de perder la consciencia. Se ponía enferma de odio, empezó a llegar tarde a casa, no conseguía dormir en la noche, todo el tiempo le parecía oír una voz masculina tras la pared de Zina, le parecía oír palabras y golpes, pero Zina vivía completamente sola.

Zina, por el contrario, cada vez se sentía más conectada a Raia y hasta le dijo un día que estaba muy feliz de contar con ella como compañera, que era como una hermana mayor que nunca la abandonaría en un momento difícil.

Raia, de hecho, ayudó a Zina a tejer ropita para el bebé y la llevó al hospital cuando llegó la hora del parto. Solo que no pudo ir por ella y por la recién nacida y así Zina pasó un día más en el hospital sin ropa para el bebé y terminó llegando con la criatura envuelta en una mantita vieja del hospital con la promesa de devolverla. Raia se excusó diciendo que estaba enferma y se pasó todo el tiempo justificándose así. No fue ni un día al almacén a traerle cosas a Zina, ni la ayudó a bañar a la bebé, simplemente se quedó sentada con compresas en los hombros. Ella ni siquiera volteaba a ver a la criatura, aunque Zina la trajera en brazos todo el tiempo, yendo al baño, a la cocina, a pasear, y la puerta del cuarto estaba siempre abierta: entra y mira.

Antes del nacimiento de la bebé, Zina había empezado a trabajar en casa, aprendió a usar una máquina de coser. Ella no tenía familia que la ayudara y respecto a su vecina, muy en el fondo sabía que no podía contar con nadie — había sido su idea tener una hija y ahora ella sola debía hacerse responsable. Cuando la niña era pequeña, Zina la dejaba durmiendo e iba sola a llevar al almacén la ropa que hacía y recibía su pago, pero cuando la niña empezó a dormir menos y creció, comenzaron las preocupaciones. Zina necesitaba llevarla con ella. Y Raia continuó quejándose de sus articulaciones, incluso dejó de trabajar por eso. Pero Zina no tenía valor de pedirle que cuidara a la niña.

Raia empezó a planear el asesinato del bebé. Cuando Zina enseñaba a camina a la niña que tropezaba por el corredor, notaba que en el piso de la cocina había un vaso que parecía tener agua o veía sobre un banquito una olla caliente con el mango saliente — pero aun así Zina no sospechaba nada. Continuaba jugando con la niña con la misma alegría de antes y le decía: “Di mamá. Di mamá”. Sin embargo, a la hora de ir al almacén o de hacer entregas, Zina empezó a cerrar con llave el cuarto, y no sin motivos.

Raia se indignó totalmente. Un día, parecía que Zina había salido, la niña se levantó y, por lo visto, se cayó de la cama y se arrastró llorando hasta la puerta. Raia sabía que la niña casi no caminaba, se había caído de la camita y, por los gritos horribles que daba, se había lastimado mucho y estaba en el piso, justo del otro lado de la puerta. Raia no aguantaba más oír aquellos gritos, se puso unos guantes de plástico, agarró del baño un paquete de sosa cáustica, la diluyó en un balde y empezó a lavar el piso del pasillo, incluso aventó la sustancia por debajo de la puerta donde la niña estaba. Los gritos se transformaron en berridos. Raia secó el piso del pasillo, limpió todo — el balde, la escoba y los guantes — se cambió y se fue al doctor.

Después de ir al doctor, se fue al cine, se paseó por algunas tiendas y sólo regreso a casa por la noche. El cuarto de Zina estaba oscuro y silencioso. Raia vio televisión y se fue a dormir, pero no pudo conciliar el sueño. Zina no volvió en toda la noche ni al día siguiente. Raia agarró un machete, abrió la puerta y vio el cuarto empolvado, el piso del lado de la cama lleno de sangre coagulada y un rastro largo que llegaba hasta la puerta. Del derramamiento de sosa cáustica no encontró ningún vestigio. Raia limpió el piso de su compañera, arregló el cuarto y entró en un estado de espera febril.

Al final, Zina volvió una semana después, dijo que había enterrado a la niña, que consiguió trabajo temporal y no habló más. Los ojos hundidos y la piel flácida y amarilla lo decían todo. Raia no la consoló, y a partir de ahí la vida en el departamento se quedó paralizada. Raia veía Televisión sola y Zina o trabajaba días y días o dormía. Parecía que había enloquecido, colgó fotografías de la niña por todos lados.

El dolor de Raia fue aumentando, no era capaz de levantar los brazos ni de andar, y las infiltraciones en las articulaciones no servían de nada. Los médicos le diagnosticaron depósitos de sal. Raia ya no podía cocinarse, ni siquiera podía poner la olla al fuego. Cuando Zina estaba en casa le daba de comer, pero Zina aparecía cada vez menos por la casa, con el pretexto de que le era difícil. Raia no podía dormir a causa del dolor en los hombros. Al enterarse de que su amiga trabajaba como auxiliar de enfermería en un lugar parecido a un hospital, Raía le pidió que le consiguiera un analgésico fuerte, tipo morfina.

Zina le dijo que no podía: “Yo no hago esas cosas”.

— Entonces necesito tomarme más de estas pastillas, dame 30.

— No, no voy a hacer eso — le dijo Zina — no vas a morir por mis manos.

— Pero mis manos ya no sirven— respondió Raia.

— No la vas a tener tan fácil — le dijo Zina.

Entonces, con un esfuerzo sobre humano, la enferma se llevó el frasquito a la boca, le quitó la tapa con los dientes y se echó todos los comprimidos a la boca. Zina estaba sentada en la cama. Raia tardó en morirse. Cuando amaneció, Zina le dijo:

— Ahora, fíjate bien: te engañé. Mi Lénotchka está viva y está bien. Vive en la Casa de Los Niños, donde soy auxiliar de enfermería. No echaste sosa cáustica debajo de la puerta, era bicarbonato de sodio, yo cambié los envases. Y la sangre que había en el piso — Era de lena que se lastimó la nariz al caer de la cama. Entonces no es tu culpa, nada es tu culpa y nadie puede probar lo contrario. Pero tampoco es mi culpa. Estamos a mano.

Entonces vio que en el rostro muerto de la mujer apareció lentamente una sonrisa de felicidad.

Este cuento pertenece al libro ÉRASE UNA VEZ UNA MUJER QUE INTENTÓ MATAR AL BEBÉ DE LA VECINA. Traducido al español desde la versión en portugués por Andrea Avelar.

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